
Fue en la Feria del Libro correspondiente al 2005 –cuando se le dedicaba a Jesús Orta Ruiz, premio nacional de Literatura, el evento que convierte en un cordón de colores los atajos de la Cabaña– que pude adquirir Cristal de aumento, hoy un poco ajado, a fuerza de haberle extraído en tantos años el zumo de sus honduras.
Como si entre aquella bóveda repleta de libros, precisamente un vidrio de ese tipo privilegiara la exquisita antología, tomé un ejemplar sintiendo que al hacerlo se me iluminaba el día. La antología de 365 páginas donde la vida del Indio Naborí se asoma en cada verso, llegaba a la mía para beberme en insospechadas proporciones, el lirismo hallado desde edades tempranas en un folletico titulado Boda profunda, una de las más altas composiciones en lengua española, escritas desde el dolor de una joven pareja que ha perdido a su primogénito y la necesidad de recomponer en lo posible la existencia.
Piezas de unos 15 poemarios conforman Cristal de aumento (Letras Cubanas, 2001) que abre con el último de los que hasta el momento había escrito, llamado, con toda razón, Con tus ojos míos. Pronto se topa el lector con Gratitud, un poema en el que aparece su musa y eterna compañera, Eloína Pérez Collazo, con cuya devoción contó hasta el fin de sus días, y quien, en los últimos años, y desde el «cristal de su voz», se convertiría en sus «nuevas pupilas», al acompañarlo en lecturas y escrituras, modo de aliviar la ceguera que al final de su vida padeciera: Estoy leyendo con tus ojos míos / los poemas que Borges / escribió con la mano de otra mujer. / A ella y a ti doy gracias / por este sol de la noche en mis tinieblas.
Como quien advierte el mundo desde lo más reciente, se nos presenta esta complexión lírica del Indio, que ha sido ordenada desde la retrospectiva y concluye con los textos más lejanos en el tiempo. Contribuye a su disfrute saber quién fue su autor, cuáles fueron sus posturas, siempre del lado de las causas más generosas; sin embargo, para quien las ignore, no será difícil convencerse de la honradez con que esplenden estos versos, construidos con raigal sinceridad, y venidos de alguien que en ellos no podría traicionarse.
El autor de la Marcha triunfal del Ejército Rebelde y de la Elegía de los zapaticos blancos, convida en esta ocasión a palpar una poesía más recóndita, (que no privada). Glosas eróticas, sonetos, décimas, versos blancos nos acercan a las primeras amantes, a los encuentros íntimos, hilvanados con gran altura desde la sinestesia y la metáfora, telar donde ha tejido, al decir suyo, sus horas más felices.
De la «piedra tosca» que nos da la vida «cuando entramos en su taller difícil» nos habla el Indio, y sabe que si bien «no siempre el escultor logra el milagro, es bastante gloria que la muerte lo encuentre cincelando». Junto a estos razonamientos, una amplia disertación filosófica se nos ofrece en estas páginas donde retozan con idéntico vigor los más universales temas y las más pesarosas reflexiones. Los nombres de los muertos / me entristecen. / Ya no responderán, aunque marquemos bien los números, / es en vano marcar larga distancia.
Como para que la memoria las preserve, tiene puerto seguro en el libro la miseria vivida en la niñez, de cuyas desgarraduras es absolutamente responsable el sistema social implantado en Cuba antes de 1959: Agua doméstica, / chapoteada y consumida / por el jarro de todos, / por la sed de todos / y el microbio de todos. (Tinaja).
Especial cautela requiere el acercamiento a las Elegías familiares, muchas dedicadas a Noelito, fallecido a los cuatro años, que nos recuerdan, por tratarse de dolores mellizos, a los textos escritos por Miguel Hernández ante similar experiencia. ¡Quién presentía, cuando me hablabas de aquel colegio –rebaño de ángeles–, que de tu muerte las elegías / fueran escritas con este lápiz; / y que el poeta que las llorara, / que las sangrara, / fuera tu padre!
Hacia las páginas finales está Boda profunda. Allí se eterniza una idea: Hay que matar la sombra con disparos de luz. Consciente de ello, la voz del esposo será exhortación: Hay que reconstruir. Reconstruir el día / reconstruir el canto, reconstruir la flor.
Muchos años después, en el ocaso de su vida, escribiría Orta Ruiz: Vendrá mi muerte ciega para el llanto / me llevará, y el mundo en que he vivido / se olvidará de mí, pero no tanto / como yo mismo, que seré el olvido. Si no es mucho pedir, hablémosle al poeta, digámosle hoy, cuando cumpliría 98 años, si se nos fue del todo o si es larga la memoria para tanta belleza escrita.
COMENTAR
Responder comentario